jueves, 24 de febrero de 2011

reseña de brujas II


Publicada por Mariano Massone* en Revista No Retornable**

Brujas
de Sofía Luppino(La Parte Maldita 2010)

Los aquelarres se configuran por contagio. Las danzas, los sonidos repetitivos, el alcohol o cualquier otra sustancia diseminan furor en el momento extático. El lugar para limpiar las impurezas se convierte así en un derrame caótico. Este acto puede ser sanador pero peligroso: “una tropa de cuchillos resquebrajándome/ hiriéndome por dentro absorbiendo/ toda mi sangre salpicada con asco en tus azulejos blancos”. La fuerza del contagio es cuando una persona se vuelve médium de los fantasmas que hay alrededor. Esa intensidad amor-odio, pasión- sufrimiento es la que nos muestra el libro Brujas de Sofía Luppino. Con la sutil delicadeza de una bestia, la autora esparce su cuerpo, lo despliega semi-muerto ante nosotros, lo atomiza: “y mis voces ancestrales comienzan a gritar por mí/ gritan/ gritan/ gritan/ explotan/ vociferan inmutables/ vuelan por el aire/ saltan en pedazos/ habitando este collage en el que me estoy convirtiendo”. 

Esta explosión subjetiva está dedicada a otra bruja, compañera de ruta y, a la vez, torturadora, asesina de ese yo que se vuelve cada vez más inmundicia a medida que leemos los poemas. La forma del amor más sincera es que dos personas se ahoguen mutuamente, pareciese decir ese yo desbocado: “sos mi virus mi toxina y mi remedio/ solo vos, y todo tu tóxico en mí/pueden lograr que me conmueva”. Porque lo que realmente conmueve del otro es su miseria, su apatía, sus espectros. 

Aunque, también puede haber deseos de crear nuevas situaciones amorosas, ficcionales o reales, que rediman esa relación de tortura: “Tal vez me invente otra historia”, “Pero la realidad me colmó/ superándome/ y tuve que inventar nuevas máscaras”. Máscaras, realidades, historias procreadas y mutadas son sólo balsas para salvarse en el medio de la inundación cuando, como decimos en el campo, el agua tapa hasta el cuello a estas brujas. El contagio liquida cualquier variable amable para la vida. Cuando no hay sueños es imposible encontrar esa historia que nos salve: “No imagino una noche de ochenta años/ ni un día de veintitrés”.

La enfermedad de estas brujas extasiadas adquiere una intensidad de guerra, de trinchera, ya que amar es recordar la mierda ajena y la propia, patearse entre sí, despellejarse… Es decir, toda una poética amatoria sadomasoquista: “Entre mi carne podrida y tanta basura en el mundo,/ vos sos lo mejor que tengo”. La escritura de una poética bruja es esto, pero también una poética zombie, tísica o, para ser más modernos, portadora. Esto revuelve en el lugar más neurálgico del amor: éste nunca se salva de cierto grado de violencia. 

Sofía arremete desde este lugar desencantado, sin ninguna magia, y llega a pensar que los cuerpos brujos siempre son carnes desencajadas, grotescas que juegan por un momento a poseer una cierta ilusión pero ésta desaparece al instante y sólo queda la pura mierda. El yo le dice a esa otra bruja, como despidiéndose (en vida): “y ahora puede agradecerte:/ me volví la mujer más insensible del mundo.” Volverse insensible, en este mundo, es situarse en la posición más incómoda para cualquier atisbo de poeta funcional, sensibilizador. En este carnaval que despelleja al que nos invita Sofía parece no haber personas que se animen a tirar la primera piedra, porque todos están llenos de pecados, de mierda, todos están intoxicados con alguna virus en la sangre.

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*Mariano Massone, 1985, Luján. Estudiante de profesorado y licenciatura en Letras. Poeta. Oráculos: marianomassone@gmail.com 

miércoles, 23 de febrero de 2011

reseña de "brujas", por el gran julián mónaco :)


**tres anotaciones en los márgenes de “brujas”, de sofía luppino

infinitas

"Brujas” es un libro que fluye, que encuentra su pulso vital no tanto en la descripción de estados de ánimo o maneras de ser como en el discurrir de flujos, de mareas. Brota, se precipita, desaparece. En algún lugar dice Gilles Deleuze que la pregunta "¿cómo estás?" tiene algo de estúpida, porque a medida que es formulada tanto quien pregunta como quien responde están deviniendo-otres. De esa pregunta estúpida se aleja “Brujas”.

Claro que la fijeza de la identidad –de la propia y de las otras- ofrece seguridades. Pero esa es una aspiración a la que este libro ha renunciado. Aquí no hay lugar para lo unívoco: se trata de identidades infinitas, inaprensibles, cargadas de movimiento, de contingencia. Más aún: aquí no hay lugar. Esta máquina ha sido forjada afuera, a la intemperie: allí donde las desprotecciones se radicalizan, pero también las propias potencias. Potencias a las que, a partir de la primera letra escrita, les ha llegado su momento.

en juego

Si algo se narra minuciosamente a lo largo de estas páginas eso es el devenir de una vida que se sale de sí misma: una vida que –sea porque lo ha elegido o porque no lo ha podido evitar, o tal vez por ambas cosas- está ahora puesta en juego, echada a su suerte. Como anota Giorgio Agamben, “una vida ética no es simplemente la que se somete a la ley moral, sino aquella que acepta ponerse en juego en sus gestos de manera irrevocable y sin reservas. Incluso a riesgo de que, de este modo, su felicidad y su desventura sean decididas de una vez y para siempre”. Por eso “Brujas” no puede ser escrito dos veces: porque después de él ya no hay vuelta atrás.

Se trata del amor. Del amor y del desamor. La vida se sale de sí misma y está en juego porque ama y porque odia. “buscáme vos: ahora llegó tu momento”, “espantáme. ESPANTÁME. ESPANTÁME”. Las vísceras, la sangre, los fluidos y los poros hablan aquí el lenguaje del riesgo, del atrevimiento, de la impureza que experimentan los cuerpos. “ibas despellejándome viva”. Una a una las fibras que componen la densa trama de la distinción yo/otra son destejidas: no sin dolor, no sin placer, violentamente enviadas a las ruinas que deja tras de si –y a sus costados- “Brujas”.

mística

Si “Brujas” puede fluir es porque encuentra su territorio en estados crepusculares, inconscientes, en las heridas, en la misma embriaguez. “sonámbula callejera”, “noctámbula”, “soy una maga vagabunda que navega por las noches”, “me transformé en el mar más espantoso que viste jamás”. En esos territorios el yo de “Brujas” naufraga a través de sus experiencias más intensas. Experiencias que, paradójicamente, lo empujan a su propia ruina, a su disolución, lo desarman, llevándolo hasta zonas nocturnas, oscuras, de profundo desconocimiento, aún cuando se trate –al mismo tiempo- de las zonas más íntimas, más propias.

Es en el relato de esas experiencias que no le pertenecen que este libro alcanza sus momentos más incandescentes. Sofía Luppino elije contar lo heterogéneo y lo hace, pero asumiendo que se trata de una empresa imposible, destinada siempre al fracaso, pues lo heterogéneo es –por propia definición- lo incomunicable. Aquí lo único que puede tener lugar es el contagio, la inoculación: el dolor de panza, el comerse las uñas y la desorientación que provoca en el cuerpo el choque con ese flujo siempre intempestivo que es “Brujas”.